miércoles, 9 de julio de 2008

Laura y Laura

Lo único que hacia Laura era explicarle que ella quería irse con los pájaros, volar alto y viajar para siempre. Los señalaba y le decía:
“Mira, así como ellos quiero ser yo”.
Bebía el café en pequeños y repetitivos traguitos. Sus labios apenas llegaban a rozar el líquido y Laura dejaba descansar ahí esa boca que amaba sentir el calor de la taza amarilla. Y repetía una y otra vez la misma frase, y todos decían: “Cómo le gusta el café a Laura y cómo le gustan esos pájaros”.
Y de piernas cruzadas yo la miraba. Sus manos blancas hacían piruetas en el aire, jugando con formas geométricas, dibujando triángulos obtusos y destruyéndolos antes de un respiro, dejando el sabor de su existencia disuelto en el aire. Y yo la miraba y captaba ese mensaje, yo comprendía el idioma de sus manos, pero no escuchaba lo que decía su voz, me perdía entre formas de manos blancas.
De a ratos alguna de sus palabras captaba mi atención y yo fracasaba en el intento de hilarlas para comprender de qué me estaba hablando. No, no quiero decir con esto que su voz era algo que a uno se le pudiera pasar por alto, no. Mas bien yo creo que necesitaba oír ese zumbido delicado y húmedo, producto de su lengua inquieta moviéndose y dando golpecitos sobre el paladar y dientes, como una pelotita roja que rebotaba por las superficies de su boca. Lo necesitaba también para comprenderlo todo.

Laura.
Sus manos, el café, esos pájaros.
Me recordaban a mí de acá a treinta años.

“Quiero ser un pájaro” repetía constantemente con la cara metida dentro la taza y me miraba con esos ojos lasos por encima del borde, como si asomara de una colina, mientras el humo revelaba el calor de ese líquido espeso que más que café parecía barro.
Se levantaba Laura solo para acercarse más al ventanal y yo volví a sentir tristeza por mí.
Si supiera ella que yo la miro tanto quizás se soltaría el pelo con más frecuencia, no para incrementar su belleza sino para ocultar su rostro. Pero ella no lo sabe, no mira más que a esos pájaros soñando despierta algún día elevarse alto y perderse entre las nubes negras.
Veo el vidrio del ventanal empañarse con suspiros de Laura cada vez que ella sueña.
Siempre esta empañado ese vidrio.
Pobre, no lo sabe, yo la miro exhalar deseos y veo también sus dedos, sus deditos finos y blancos que van escribiendo palabras de lamento sobre el vidrio empañado, y se aflige Laura porque nunca puede terminar una sola palabra antes de que esa mancha húmeda se evapore por completo llevándose las letras que a Laura se le caen de los deditos, al igual que esas figuras geométricas que se esfuman en la densidad del aire.
Sentí pena, sentí pena por mí. Podría haberla abrazado pero seria inútil. Yo no hubiese necesitado los brazos de una niña de medias blancas y trenzas de cintas rojas -no- porque al igual que ella yo hubiese pensado que no comprendía nada, y que a demás, ese contacto corporal de brazos al fin y al cabo, no produce alas.
Permanecimos inmóviles ambas. El silencio se convirtió para mí en un acorde agudo e infinito que no me dejaba pensar, y sentí la necesidad de oír otra vez su lengua inquieta chocándose con sus encías, dientes y paladar, ese zumbido dulce y empalagoso, y recordé sus manos bailarinas exhibiéndose.
Aquello fue en lo único que pude pensar. Otra vez ese acorde, ese silbido, esa canción del silencio.
Laura estaba pegada al vidrio. Tenía la cara retorcida, sin forma, había soltado todo el peso de su cuerpo echándose sobre la fragilidad de un cristal que la soportaba con una firmeza incomprensible. El agua de mar es compuesta y rígida comparado con Laura cuando se desploma contra una superficie, transportando todo su peso, como un cuerpo inerte, casi moribundo.
El cristal se iba pintando de fluidos que provenían del interior de ese cuerpo abandonado, una mezcla de lágrimas, saliva y mucosa que se derramaba barnizando el inmenso ventanal.
Laura soltó la taza amarilla.
El estallido fue más tormentoso de lo que esperaba. Cesó ese acorde extendido para ser reemplazado por un grito de la taza amarilla. Laura se distrajo, se recompuso y yo sentí alivio de ver que ese rostro volvía a su condición inicial, mientras ella se secaba con la cortina de una manera brusca y torpe como queriendo arrancarse mucho mas que ese cóctel de fluidos.
Me miró. Sentí angustia por mí. Y Laura pensaba:
“Esa niña me recuerda a mi unos treinta años atrás cuando como una inocente criatura miraba a Laura agonizando contra los cristales, deseando esas alas, y yo pobrecita, tan insignificante, tan repugnante con mis medias blancas y mis trenzas de cintas rojas, y Laura me miraba y no sabia que yo lo comprendía todo cuando veía sus manos inquietas girar frente a mi rostro, blancas, resplandecientes, encandilantes.
“Esa niña me recuerda a mí” Pensaba Laura. “Esa niña me recuerda a mi cuando pensaba: Laura me recuerda a mi de acá a treinta años… y sentía pena.
Pena por mí”.

Brenda

1 comentario:

Cristian Sena dijo...

Hermoso. Hermoso. La verdad, da gusto leer cosas así. Un saludo colega.