Miraba el agua turbia, la porción de mar ondulante, estancada entre cristales, entre vidrios como espejos que reflejaban su rostro de piel pálida y ojos grandes.
Miraba el agua y en ella las mil partículas vegetales, los mil polvos marítimos suspendidos, como plantitas livianas, meciéndose al ritmo de las ondulaciones de esa porción de mar, y ese ritmo hipnótico obligaba a ese rostro pálido a desmoronarse, a perder la rigidez de todo gesto, a mover los ojos grandes muy lentamente siguiendo la danza de la vegetación suspendida y débil, a aflojársele la mandíbula hasta mostrar lo que guarda en el interior de su boca, escapando así la saliva de esa cavidad, espesa, a ese mismo ritmo de la danza ondulante.
Miraba y esa imagen, ese acuario de colores y ritmos se le impregnaba en la retina como si de ahora en mas ese fuera el único escenario visible, el lente cristalino a través del cual veía el mundo, y sin querer imitaba con el cuerpo los movimientos de un pez dorado que despedía de la boca un centenar de burbujas ascendentes que Francisco decodificaba en palabras, en las únicas palabras que quería oír en el silencio del agua turbia, las únicas que le servían para comprenderlo todo: palabras circulares que se dispersaban en toda la pecera, que ascendían y se esfumaban al llegar a la superficie, sin dejar rastros mas que el entendimiento de su interpretación, sin mas que las frases que Francisco tejía con cada burbuja, y el pez emisor de todas las respuestas se mecía, dorado empapado de luz, y Francisco imitaba sus movimientos otra vez, sin saberlo, inconsciente como todo ser admirando, queriendo ser eso.
Acostumbraba a ver a Francisco así, sumido en toda contemplación ociosa, su cuerpo blanco se me pasaba por alto como si de a poco la preocupación se reemplazara por la cotidianeidad de aquel cuadro penoso, de Francisco ornamentando el acuario, la escultura estremecedora de un cuerpo desnutrido aferrándose a una realidad inaudita, fantástica a todo ser humano.. y yo me incorporaba al cuadro cada vez que me detenía en el rincón a mirar a Francisco desde ese ángulo, esperando que mi quietud llamara su atención y pasaban las horas mientras esa escena inerte se mantenía viva y constante.
Parecíamos muertos todos esa oscuridad de la habitación del fondo donde la única luz visible provenía del interior de un cuerpo dorado y de unos ojos grandes que miraban encandilados. Como dos pelotitas negras barnizadas.
Brenda
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1 comentario:
bonito relato, Bre. Me gustó. Muy descriptivo.
Saludos!
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